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Del concho al Metro, peripecias.

SANTO DOMINGO. Salgo de casa y, tras varias señas con el dedo índice para conseguir un carro de transporte público, logro que una "carcacha" (de los años 80 o 90) se pare. Unos segundos transcurren al intentar cerrar la puerta, hasta que descubro que el truco está en levantar un hierro que parece una varilla. 

Saludo, pero nadie responde. El joven sentado a mi lado izquierdo insiste en rozarme la pierna. Me muevo, lo miro con ojos de loca y logro que se aparte. Un dembow retumba de tal manera, que pareciera que las vibraciones son las que impulsan el carro y no el tanque de gas que choca insistentemente contra el asiento trasero. -"¡En el Metro!"-, vocea mi compañero de asiento. El chofer frena de golpe y se detiene en el medio de la calle. 

Ambos llegamos a la acera. Me percato de que no bien nuestras pisadas tocan la cerámica de la parada Mamá Tingó (aquella mujer afroamericana luchadora por los derechos de igualdad) el semblante de mi acompañante cambia, me sonríe y el caballerismo florece al permitirme el paso en la fila para recargar la tarjeta. 

Un aura de silencio y educación sube al mismo ritmo que las escaleras eléctricas. Cabezas abajo y audífonos coloridos acompañan a la gente que espera el tren. Otros hojean "El Metrico", revisan si Britney Spears se volvió a ‘rapar el caco' y la suerte de los astros para el día.

La gente se mantiene detrás de la línea amarilla, ya sin la necesidad de que ningún seguridad lo pida. El vagón se detiene y el pueblo espera que las puertas eléctricas se abran. Unos se desesperan y forzan un poco. El joven que me acompañaba en el carro público consigue un asiento. Una embarazada se detiene a su lado y, al parecer, recuerda su rol de galán, pues le cede el asiento a aquella mujer de piernas hinchadas. 

De una distancia a otra se empiezan a diferenciar los rasgos de los personajes que abordan el tren. Bultos largos, tenis y mochilas caracterizan a los universitarios. Si su bulto dice "Aéreopostale" y sus tenis varían en una especie de mocasines o zapatillas de plataforma, entonces no son uasdianos. 

Dentro del territorio correspondiente a Villa Mella (nombre honorífico de un padre de la patria y que quieren sustituir por Villa Metro), una de sus paradas muestra un cambio de clase social. Gregorio Luperón, nombre de la estación correspondiente al sector Buena Vista, recibe personas de tez más clara y más acicalados. 

Al cruzar el río que divide Santo Domingo Norte del Distrito Nacional, llega la estación Hermanas Mirabal. Y, aunque este nombre también lo lleva la avenida principal de Villa Mella, es justo después de salir de esta ciudad y al llegar al sector de La Zurza, cuando se menciona. Tres o cuatro años después, nadie se aprende por orden de calles los nombres de las estaciones, ya que ninguno guarda relación alguna entre sí.

Los choferes se ahorran saliva y no se ven obligados a anunciar las paradas; un audio reproduce los nombres de las estaciones con la referencia de las avenidas.

El sonido de cierre de puertas asusta a una doña con varios paquetes de Plaza Lama, quien intentó en vano montarse en Los Taínos, parada correspondiente (contradictoriamente) a la Avenida Nicolás de Ovando. 

Aquí los protagonistas lucen más sudados y tensos. Al entrar en la parte del subterráneo buscan misteriosamente el reflejo de sus rostros en los cristales, pero chocan sus miradas con los demás y cambian vergonzosamente la vista a los pies. 

Los agentes de seguridad del Metro recorren de arriba a abajo los vagones. Una pose de poder y prestigio brilla en sus ojos, la que se pierde un sábado en la noche al intentar interactuar con alguna muchacha bien apuesta, de trasero grande y de busto ajustado.

La gente se mira, pero no se atreve a hablar. Llegamos a la intersección de las avenidas John F. Kennedy con Móximo Gómez y nombran a Juan Pablo Duarte. Bermudas, clavos y camisetas con números serigrafiados se desmontan en el Olímpico; los sueños de la juventud nacional aún tienen un alto porcentaje en la pelota. 

Entra el personaje de la guagua de concho. Del que no nos libramos ni en el Metro. Es el señor de camisa blanca y pantalón gris de talle alto con una fina correa bien peleada que te grita: "¡Cristo viene, arrepiéntete!". Él observa mi corte de pelo y vestuario y hace lo que menos pide Dios que hagamos: ¡Me juzga! 

El Teatro Nacional hace honor a Casandra Damirón en una parada cultural que atrae a extranjeros, jóvenes artistas que salen de algún ensayo y señores mayores de grandes lentes y ropa tipo europea, quienes cargan libros o alguna revista de decoración o arte. Todos cabezas escurridas con miedo de abrir la boca.

En ese momento prenden las pantallas y reproducen un video de la cultura dominicana. Allí aparece tocando la sinfónica, pero no se escucha, también se visualizan lugares turísticos y arte. 

Balaguer, por ser presidente en tantos períodos mereció una estación; precisamente en el punto de bebida de los estudiantes universitarios de la "Gómez bajando". Y para mantener controlado a los bachilleres revoltosos le pusieron Amín Abel a la parada de la UASD. 

El joven, quien se mostró muy educado al permitirme el paso y ceder el asiento a la embarazada, presiona el botón verde para abrir las puertas. Medio ‘arrempuja' al resto de los que luchan por salir. Se cuela en la fila de la salida del túnel a la realidad terreste, donde a muchos como él, se les olvidan los modales y reciben el choque de la modernidad del Metro versus los haitianos en el suelo vendiendo yaniqueques y jugos de china marrones.

A Caamaño se le deja casi al final y al centro de los héroes nacionales lo ubican en la Avenida Winston Churchill, ahí mismo en el centro de las oficinas públicas, donde el despliegue de sacos negros y calurosos se contrapone con el país tropical que somos.